Quiero a alguien para pasar los domingos, solo los domingos
Porque la soledad también se cansa los fines de semana
El día amaneció gris. Por el grosor de mi ventana, escuchaba gotas caer del cielo. Me arrullaban mientras peleaba por cinco minutos más de sueño. En el techo de mi habitación, me guiñaba el ojo una gotera, y en la esquina del suelo estaba mi perro, con menos ganas de vivir que yo.
“Un feliz domingo a todos los que sintonizan”, se empezó a oír entrecortado en la radio de la cocina, que encendía más por rutina que por necesidad.
¿De verdad es necesario comer?, le pregunté a mi barriga desde arriba.
Ante su falta de respuesta, me recosté en el mueble, con un vaso de agua en una mano y mi libro a medio leer en la otra.
Me desperté. ¿En qué momento dieron las doce?
El reloj empezó a provocar un eco que convirtió a la habitación más grande de la casa en la más pequeña. Uno, dos, tres, cuatro... Podría seguir contando los segundos hasta que se vuelvan minutos.
Mi teléfono, más vacío que mi estómago. Y mi perro… en alguna otra esquina, helando sus patas.
Estático. Todo estático. El día pasa, y yo no paso. Hasta las hojas parecen divertirse con la fotosíntesis. Y el sol, en alguna otra ciudad, disfrutando la vista.
13:00 p.m.
El reflejo enfrente me está molestando. ¿Me recuerdan quién puso la regla de que los espejos van en los baños? Siempre está ahí para juzgarme, en mi momento más moribundo.
Y es que nunca he sido fanática de las reglas ni del protector solar, que me amenaza con tortura por evitarlo a él y a cualquier rayo considerado destello.
“¿Quieres salir a pasear?”, le pregunté a Tingo.
Ignorada. Como siempre.
Capítulo 6
9:00 a.m.
“Ya regreso, te traigo un hueso”, grité desde la entrada, pretendiendo que nos entendemos.
Abrí la puerta del coche y ahí estaba: nuestra canción del momento, mi olor preferido y su mano en el volante.
“¿La dama qué desea desayunar?”, me preguntó el mesero al llegar, sin saber que lo haría regresar tres veces hasta decidir mi orden.
Una cucharada de lo mío y otra de lo suyo.
Una parada en el camino de regreso para escoger el hueso perfecto.
Un beso en la frente, al caminar a casa.
El fin de mi inspiración.
16:00 p.m.
¿Existirá esto más allá de mi imaginación? ¿Más allá del pobre capítulo que acabo de escribir?
No siempre estuve tan sola. Aún conservo un vago recuerdo de lo que era compartir mi vida, por más simple que fuera, con alguien.
Amores que se arrastran no llegan a ningún lado
Cuando estar solo es una elección, empiezas a darte cuenta de que muchos estiran la cuerda hasta romperse.
El miedo a la soledad nos convierte en adictos a cuerpos ajenos, en desperdiciadores de tiempo y en egoístas anónimos.
Con un cigarrillo en la mano, mi madre me dijo una verdad olvidada: “Cuanto más tiempo pasas con la persona incorrecta, más te odias”.
La soledad asusta, y a veces se ve un poco gris. Pero de nosotros depende espantar la neblina.
El séptimo día de la semana
El séptimo día, Dios creó el descanso. El séptimo día también es el más solitario.
Aceptar la soledad es un proceso, pero abrazarla es un logro. Cuando por fin llegamos a ese punto, no queremos que nadie deconstruya nuestro fuerte. Aunque invisible, desde lo lejos se puede notar, y nos vuelve irrompibles… intocables.
Hasta que llega el séptimo día. Y, de repente, anhelamos una caricia, un tacto. Porque de lunes a sábado no pienso en nadie, pero los domingos empiezo a acordarme de mi directorio telefónico, y me agarro el brazo como para no cometer un crimen.
¿Está tan mal querer a alguien para pasar los domingos? Sin egoísmos y sin contratos. Sin necesidad de que haya un futuro. Solo un acompañante que nos recuerde que las cosas que disfrutamos solos, también podemos disfrutarlas con alguien.
No está mal. Hay soledades que abrigan y que de vez en cuando piden compañía. No para llenar un vacío, sino para compartir silencios. Que alguien te mire y no te pida nada. Y que se pueda volver a estar solo sin romperse.